sábado, 21 de noviembre de 2009

Desde mi higuera (5)

Hace demasiado calor para un otoño tan avanzado. Mi higuera conserva casi todo su follaje y su sombra se agradece todavía a estas alturas de noviembre. Y mosquitos..., hay miríadas de mosquitos; como en verano.

Desde hace tiempo vengo pensando que hay al menos dos profesiones que están de sobra. Una es la de economista: nunca aciertan nada, nunca son capaces de prever las crisis económicas, nunca atinan con las soluciones. Al final, como siempre, los mercados se autorregulan y hacen que las aguas revueltas vuelvan a su cauce tras devastar algunas propiedades. La otra profesión que está de sobra es la del ecologista oficial, la del funcionario ecologista. Están de sobra, lógicamente, los departamentos gubernamentales que dicen que se dedican a cuidar del medio ambiente.

Soy de tierra de arroz. La Albufera de Valencia era uno de los parajes más hermosos que recuerdo haber disfrutado de joven. Allí, con mis amigos, en sus barcas de agua dulce, hemos pescado buenas anguilas y lubinas, las hemos guisado todavía coleando “a la vora d’un sequiol” (en la orilla de una acequia) y nos las hemos comido regadas con recio vino de Turís. Luego, si hacía calor, ¡al agua, patos! Ahora en las aguas sucias de la Albufera sólo hay miseria y podredumbre, esa que arrojamos hace años a toneladas cuando el desarrollismo industrial todo lo justificaba y que ahí ha quedado envenenando metros y metros del suelo cenagoso del marjal. Pero sigue siendo tierra de arroz, a pesar de las putadas.

La última ha venido de fuera, como casi siempre. Resulta que desde tiempo inmemorial, después de segar el arroz, el rastrojo se quemaba. Era una operación salutífera y terapéutica: el fuego quemaba los nidos de insectos provocadores de plagas, limpiaba el campo y la ceniza era un buen abono natural. En las casas había animales (caballos, vacas), y la paja de arroz servía para higienizar los suelos de las cuadras. Pero desde hace ya muchos años no hay animales de tiro y las vacas se han de estabular fuera de los pueblos, en establos que han de reunir las condiciones dictadas por ciertas normativas. Otra parte de la paja de mejor calidad se la llevaban los vinateros para hacer fundas con las que proteger las botellas en sus cajas de embalaje. Ahora la protección se hace con cartón y materiales sintéticos.

En resumen, que la paja de arroz ya no sirve ni para pasta de papel porque dicen que resulta más caro recogerla que el beneficio que da.

Y ahora viene lo bueno. Los arroceros, siguiendo su inveterada costumbre, a finales de septiembre o primeros de octubre quemaban la paja y los rastrojos. Pero este año no. Resulta que los “países europeos” se han quejado porque el humo de las pajas ensucia su atmósfera, etc., etc. No tengo muy claro a qué pajas se refieren… Lo cierto es que los ecologistas oficiales de la Comunidad Valenciana, lejos de argumentar los aspectos beneficiosos de tal uso, a la chita callando se han bajado los calzones ante los protestantes y han prohibido la quema del rastrojo arrocero. Seguro que habrán inflado el pecho (quizás lo único que se les infla) y habrán dicho: “Nosotros, los más obedientes y ecologistas del mundo”.

Pero resulta que este año, de otoño particularmente cálido, la paja comenzó a pudrirse y se ha convertido en un inmenso criadero de insectos, en particular de mosquitos. Estos insectos, en forma de plaga, están atacando a otros cultivos hortícolas y obligando a usar pesticidas que hasta ahora resultaban innecesarios. Y las personas humanas (uso el pleonasmo a sabiendas para poder excluir a los ecologistas) nos vemos perseguidos día y noche por los moquitos, defendiéndonos, cómo no, con mosquiteras e insecticidas de farmacia. Llegará la hora de plantar la próxima cosecha de arroz y los campos estarán echos una porquería. Porque ¿qué han de hacer los arroceros con la paja? Nadie de la Administración ha dado directrices al respecto.

Total: todo un éxito de la política ecológica. ¡Si serán borricos titulados superiores!

jueves, 5 de noviembre de 2009

Desde mi higuera (4)

He pasado unos días apacibles, otoñales, en los albergues de Péret (Francia), un pueblecito de no más de 500 almas situado en el corazón de los viñedos de L’Hérault. Buenos vinos, buena cocina campiñesa y todo el tiempo del mundo para dar largos paseos y pensar en las musarañas. El pueblo tiene apenas una docena de calles, una de las cuales está dedicada a los esposos Curie. Intenté en vano recordar algún pueblo o ciudad española con alguna vía pública dedicada a algún científico español de renombre universal pero resultó en vano. Quizás Severo Ochoa.
Y es que, mientras el desarrollo de las ciencias debe mucho a científicos franceses como Pasteur, Lavoisier, Carnot, Pascal, Ampère, Becquerel, Gay-Lussac, Fourier, Laplace, Cauchy, l’Hôpital, Poisson, Berthollet, Le Châtelier, Baumé, Mariotte, Flammarion (por mencionar sólo a algunos de los muchos a quienes los franceses honran dedicándoles calles y plazas), cuyas aportaciones recuerdo haber estudiado en mis años de bachillerato, en esos mismos años y textos de formación básica no recuerdo que figurara ningún científico español. Y me he preguntado por qué.
La respuesta a la raquítica aportación española al panorama de las Ciencias (con mayúscula) podría ejemplarizarse en la desafortunada frase nada menos que de D. Miguel de Unamuno, dicha a comienzos del siglo XX: “¡Que investiguen ellos!”. O la más genérica, trágica y patética del matón con galones de general Millán Astray (que sí tiene o ha tenido muchas calles con su nombre): “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!” (relacionada, curiosamente, con un discurso de Unamuno). Y es que durante demasiados siglos ha habido el triste convenciendo de que los españoles debían ser la mitad frailes y la otra mitad soldados (las españolas contaban poco en la comedia).
La rica España Imperial, esa en cuyas tierras no se ponía el sol, no fue capaz de alumbrar ningún científico. Muchos humanistas, eso sí. Pero en Francia, en Alemania, en Inglaterra e incluso en Italia, además de grandes humanistas fueron surgiendo esas cabezas pensantes que, contra viento y marea en ocasiones, han hecho posible el desarrollo científico y tecnológico que disfrutamos todos.
El “quid” de la cuestión está ahí: en el poder ilimitado que durante siglos han ejercido la Iglesia Católica y las instituciones militares sobre la educación. Sobre todo la Iglesia y su política castrante del desarrollo científico que tan frontalmente choca con el inmovilismo dogmático. Sí, que investiguen los otros, los librepensadores, los heterodoxos, los descreídos, los ateos, los protestantes, los infieles, los condenados al fuego eterno. Mientras tanto, veamos la televisión que se ha inventado gracias a ellos…