domingo, 25 de noviembre de 2007

Elogio del botillo berciano

La ciudad de León siempre me ha parecido encantadora, no sólo por su densidad monumental y su recia historia. Acabo de regresar de allí tras un encuentro de profesionales de tres días. Hace frío en León, ese frío seco tan conveniente para ayudar en la cura de sus embutidos típicos, que entramos en tiempos de matanza. A estas alturas de la estación, las cumbres serranas en lontananza ya lucen el blanco manto de las primeras nieves.

Me hago eco del dicho popular: "Del cerdo me gustan hasta sus andares...". ¿Qué habría sido de la civilización occidental sin el aporte dietético del cerdo? Es un animal que no tiene desperdicio y, junto a la nobleza de sus jamones, paletas y lomo, no son de ningunear su panceta (en particular si es entreverada, eso que los anglosajones ahuman y llaman "bacon"), el tocino, los chicharrones, los chorizos tan variados (nada que ver con las escuchimizadas salchichas germánicas), las no menos numerosas variantes locales de morcillas y los innumerables guisos que de todo ello se derivan.
Para mí, estar en León y no comer botillo es un grave pecado de abstinencia. Dicen que el botillo es originario de la comarca leonesa del Bierzo, un invento culinario de monjes y eremitas medievales. Noble origen, pues, tanto por el terruño como por sus inventores, que siempre se ha dicho que la gente de latines tenía fino paladar.

El botillo se hace con las partes del cerdo que parecerían desperdicio: el espinazo, las costillas descarnadas, huesos de la cabeza y el rabo, todo ello macerado con pimentón algo picante, abundante ajo, hierbas aromáticas y sal. Luego se embucha en una tripa gruesa y se deja secar.

Para comerlo hay que hervirlo durante mucho tiempo para que suelte la sustancia, junto con repollo o berza, patatas, chorizo y morcilla picante de cebolla. Y, a la hora del yantar, regarlo con vinos bercianos o de la comarca de Valdevimbre.

De postre manzana reineta, si es el tiempo. Y que no falte la siesta...

sábado, 17 de noviembre de 2007

Un paseo por Santiago de Chile

Ya regresé de mi estancia en Chile. Y he de confesar que vuelvo cargado de fuertes impresiones. Por orden de importancia diré en primer lugar que me ha resultado muy grato conocer personalmente a varios amigos internautas que tuvieron la amabilidad de venir a saludarme al lugar donde me encontraba trabajando. Otros dos sé que lo intentaron pero no pudieron dar conmigo en ese momento. De verdad que lo siento, Marcos e Ignacio.

Santiago es una megalópolis de aire moderno con todos los inconvenientes de un crecimiento acelerado y poco orgánico, dicen los entendidos, que acoge a cerca del 40% de la población chilena. La he podido contemplar desde el aire y desde el mirador del Cerro de San Cristóbal, y es impresionante. Pero moverme, lo que se dice pasear, lo he hecho sólo por el centro, por el casco antiguo que, por cierto, de antiguo tiene poco aparte de su localización y su trazado de ciudad colonial de calles perpendiculares encerrando manzanas regulares. Apenas quedan edificios antiguos: algunas iglesias de arquitectura dieciochesca. Dicen que los frecuentes terremotos han ido derrumbando los viejos, siendo sustituidos por nuevas construcciones. Del siglo XIX y comienzos del XX pueden contemplarse algunos ejemplos de arquitectura neoclásica afrancesada. Pero lo que predomina es la construcción de la segunda mitad del XX, con algunos buenos ejemplos de arquitectura moderna y muchos edificios-colmena.

He disfrutado de la cocina santiaguina en los, para mi gusto, excesivamente ruidosos restaurantes de Bellavista y Tobalaba, y de los aperitivos regados con “piscosauer” o con buenas cervezas del país (la Austral me encanta). Los vinos chilenos son también excelentes.

También anduve por las frías tierras de la Patagonia chilena. Pero de ello hablaré en próximas entradas. Ahora os invito a que me acompañéis a dar un paseo fotográfico por las calles de Santiago.