domingo, 20 de febrero de 2011

Desde mi higuera (17)

Llevan ya transcurridos casi dos meses de un 2011 que nació envejecido, corroído por una crisis que parece interminable. “Y lo que te rondaré, morena…”, dice el saber popular. Viajar en el vagón de cola del convoy europeo hace que el traqueteo y las sacudidas sean más acusadas. Si lo sabré yo que me he pasado media vida viajando en "tercera" y la otra media en "turista", que es su equivalente modernizado.

Pero lo que me ha dado tema para esta entrada ha sido una conversación escuchada inevitablemente hace un par de días durante el entreacto de un concierto en el Palau de la Música de Valencia. Barenboim acababa de interpretar magistralmente el Segundo Concierto para piano y orquesta de Liszt y en nuestro grupo de contertulios se comentaban distintos aspectos de la música escuchada poco antes. Justo al lado, cuatro mujeres ya maduritas, luciendo pieles y abalorios de precio, cotorreaban en un tono de voz nada susurrante su enorme preocupación ante el rumor de que el Gobierno fuera a dejar de subvencionar los colegios concertados, y se referían al nada halagüeño futuro de un colegio católico en concreto (no recuerdo su nombre). Para ellas no había duda de que se trataba de un ataque frontal y diabólico contra la Iglesia Católica y sus principios o, lo que era lo mismo, contra los principios básicos de la sociedad española. Se me quedó bailoteando en la cabeza una frase lapidaria: “Si éstos siguen algún tiempo más en el Gobierno, van a acabar con todo. Recemos para que acabe pronto tanta persecución”.

Tentado estuve de irrumpir en su conversación para decirles que, en mi opinión, y en época de crisis, subvencionar colegios privados era una galantería que quizás fuera necesario suprimir por mor de otras urgencias realmente perentorias. No estoy en contra de la existencia de colegios privados, siempre que sus enseñanzas no colisionen frontalmente con los sistemas de valores socialmente acordados para una convivencia pacífica. En cuestiones de conciencia, allá cada cual. Pero pretender que el erario público de un país confesionalmente laico subvencione las enseñanzas religiosas me parece, como poco, cuestionable. Es responsabilidad de cada confesión religiosa afrontar el esfuerzo necesario para mantenerse y progresar, a expensas de sus propios correligionarios no de la ubre del Estado. La religión nunca ha sido una asignatura gratuita (aunque durante mucho tiempo fue obligatoria la Católica) y su coste no debe asumirlo toda la comunidad indiscriminadamente.

Pocas confesiones religiosas cuentan con una infraestructura tan compleja y rica en medios como la católica. No en vano sus iglesias se cuentan entre los edificios más visibles de nuestros pueblos y ciudades. Es en ellos y no en los colegios donde debe ejercerse su sagrada misión de evangelizar y ganar adeptos para sus cada vez más menguantes feligresías. Algo anda (huele) mal en ese tinglado y echarle la culpa al Estado es hacer como el avestruz. Hasta es posible que la culpa sea de la televisión...