sábado, 28 de octubre de 2006

En Lisboa

He estado unos días en Lisboa. Motivos profesionales me llevaron allá. A Lisboa es fácil llegar pero difícil marcharse.

Lisboa siempre me ha parecido una ciudad entrañable, cordial, acogedora. El diseño que el Marqués de Pombal encargó de la actual "Lisboa antigua y señorial" tras el devastador terremoto que la asoló en 1755, con sus grandes plazas, amplias avenidas y calles bien trazadas de lo que sería el centro oficial y comercial es, todavía hoy, de sorprendente modernidad (Avenida Liberdade, barrio del Rossio, la Baixa, el barrio Alto, Praça do Comércio, Praça Restauradores, etc.). La última gran catástrofe que sufrió fue el incendio en 1988 del Chiado, afortunadamente ya reconstruído.

Lisboa está cargada de historia (¡qué ciudad antigua no lo está!), la historia sorprendente de una gran metrópoli en un país pequeño en el extremo más occidental de Europa que llegó a dominar medio mundo con sus remotas colonias, de las que extrajo pingües beneficios y riquezas sin cuento que han quedado plasmadas para el recuerdo en innumerables edificios monumentales de dimensiones gigantescas.

Me gusta pasear solo por Lisboa: adentrarme en la maraña de callejuelas de la Alfama, al pie del castillo; subir las cuestas empinadas del Chiado hasta el barrio Alto y de camino, quizás, si la hora acompaña, sentarme en la mesa corrida de algún pequeño restaurante y cenar un buen plato de bacalao aderezado de cualquiera de las mil maneras en las que los cocineros portugueses son maestros, regado con un vino verde. Nunca falta compañía en la multirracial Lisboa. Por la noche, de algún local salen melodías de fado que invitan a entrar y sentarse reverencialmente a escuchar los sones eternamente tristones de las canciones populares lusas, ante una copa de generoso vino de Madeira o de Oporto.

De entre todos los edificios históricos lisboetas ninguno me inmpresiona tanto como el Monasterio de los Jerónimos, en el barrio de Belém, con su inmensa fachada de caliza blanca tendida al horizonte abierto del Tejo. Casi un siglo duró su construcción, el XVI, y representa la quintaesencia del estilo manuelino, esa curiosa mezcla de arquitectura gótica tardía y renacentista. Una vez más he paseado por su ordenado recinto, parte del cual alberga actualmente el Museo Arqueológico de Portugal y, como en otras ocasiones, he tratado de imaginar sus salas y corredores habitados por los frailes franciscanos capuchinos, el eco de sus pasos sobre las losas desnudas y el leve roce de sus vestes pardas de recia sarga, acompañado quizás del frufrú de las sedas de algún personaje noble conspirando en voz baja. Sobrecoge el enorme poder temporal que administró esta orden religiosa mendicante seguidora de la regla de pobreza del Santo de Asís.

domingo, 22 de octubre de 2006

Otoñales...

Una de las cosas grandes que tiene Internet es que me permite abrir esta ventana de mi casa en otras casas por todo el mundo. En entradas anteriores hablaba del verano o de la llegada del otoño como si el mundo no fuera esférico, como si en todos los lugares fuera verano u otoño igual que aquí. Algunos amigos me han recordado con sus comentarios que en el hemisferio sur andan al revés, que ellos estaban disfrutando su primavera y entraban en el verano. Cuando me referí a mis paisajes otoñales habituales como una sinfonía cambiante de colores, del verde al amarillo y a los pardos me dijeros otros: "Cuidado, Yayo, que entre el ecuador y los trópicos las cosas no funcionan así; aquí no hay estaciones tan marcadas como en tu país; más bien se trata de periodos más lluviosos o menos lluviosos y poco más". Otro comentarista me decía que en su tierra el otoño no destaca por los cambios de color del paisaje sino por el frío que cala hasta los huesos.

Pensando en unos y en otros he rebuscado en mis archivos fotográficos una serie de imágenes y he montado un sencillo videoclip. Espero que disfruten vuestos sentidos, a pesar de la baja calidad de reproducción de YouTube (servidumbres de la net).


domingo, 15 de octubre de 2006

¿Adictos a Internet?



Desde hace ya varios años se viene hablando y escribiendo acerca de un posible "síndrome de adicción a Internet". El alto grado de aceptación popular que está teniendo ese sistema de comunicación sin fronteras, llevado de la mano de la creciente popularización del ordenador personal en un sector de la población cada vez más amplio, el volumen de negocio que genera y el tiempo personal que se le dedica no podían pasar desapercibidos a psicólogos y psiquiatras, quienes aprecian conductas compulsivas en un porcentaje importante de usuarios, conductas que desencadenan problemas personales en esos "adictos" enganchados a su computadora o a la que alquilan en el cibercafé que les queda más a mano.

He leído recientemente un artículo de Helena Matute , quien desarrolla con pluma fácil y entretenida algunas ideas suscitadas en torno al tema. Concluye que, técnicamente, no se puede hablar de adicción en sentido patológico, ateniéndonos a la definición forense del término adicción. Pero es evidente que el empacho de red induce problemas en ese grupo de usuarios al fagocitar un tiempo que deberían dedicar a otras actividades más importantes y necesarias dentro del calendario de su vida cotidiana.

"Contra tibieza, templanza"..., nos decía cuando jóvenes un jesuíta empeñado en hacernos santos a un grupo de colegiales. Él se refería al sexo, claro está, esa voluptuosa querencia de todo adolescente fogoso (entonces ni siquiera podíamos imaginar la existencia de Internet, ni mucho menos su síndrome de adicción). Venía a significar: frente a actitudes carentes de fuerza de voluntad para combatir un impulso encandilante (tibieza) hay que procurar ser moderados (templanza).

La moderación no implica prescindir de algo sino usarlo racionalmente de acuerdo con las circunstancias (en el momento de aquella plática jesuítica no capté ese matiz, tan acostumbrado como estaba al admonitorio "eso no se toca, eso no se hace"; era listo aquel cura...). Seamos, pues, moderados con el tiempo que dedicamos a este mundo virtual tan lleno de agradables tentaciones. Actuemos con sensatez y templanza en todos los ámbitos de la vida y nos evitaremos problemas.

PS. Dedicado especialmente a la población estudiantil. Y a un estudiante en particular.

domingo, 8 de octubre de 2006

Adiós verano...

El verano se fue con sus calores, sus largos días, sus tibias noches... Ciertamente se fue hace casi veinte días, dando paso al otoño en el hemisferio boreal. Pero yo suelo asociar verano con vacaciones y las terminé hace poco. Es como si el verano fuera para mí un poco más largo.

El otoño, junto con la primavera, es estación de poetas y literatos. Si aquélla mueve a reverdecer, al renacimiento, a las sensaciones amorosas nuevas o renovadas, el otoño, por el contrario, es tiempo de camino hacia el recogimiento invernal, hacia un final de ciclo. El paisaje se llena de colores cambiantes mientras los verdes furiosos del estío se van tornando amarillos, anaranjados y pardos para que, finalmente, aquel árbol frondoso muestre la púdica desnudez de sus ramas nudosas. El otoño es una estación crepuscular, es como música escrita en la tonalidad de la bemol.

Para mí significa la reintegración total a mis quehaceres y siento que las casillas del tiempo se van ocupando de nuevo con actividades dejadas en suspenso tiempo atrás, desalojando otras que las habían sustituido temporalmente. El tiempo para mi blog, por ejemplo, ha de verse necesariamente recortado. Sólo recortado.

Pero antes de cambiar de tercio, como se dice en lenguaje taurino, quiero dejaros algunas imágenes amables de mi largo verano mientras canturreo aquella vieja canción del Dúo Dinámico, Adiós verano, adiós amor...