sábado, 25 de noviembre de 2006

Alarmante...



Hace unos días seguía en la televisión española una entrevista a un científico especializado en la investigación del genoma humano, en particular de los cromosomas. Dio algunos datos sobre nuestra salud cromosomática realmente preocupantes, alarmantes...

Hace muchos años estudié y seguí de cerca las diversas teorías sobre la evolución del género humano. Entonces me interesaba la Prehistoria y para su comprensión es de capital importancia el tema de la hominización, de la aparición del hombre sobre la Tierra. Por los años 60 del siglo XX teníamos pocos fósiles de homínidos y de los distintos eslabones de la secuencia del género Homo. Hoy la colección de restos fósiles es abrumadoramente mayor, lo que ha dado lugar al abandono de algunas teorías y al afianzamiento de otras. Pero el tema sigue (afortunadamente) sin solución.

Desde aquellos años mi posición ideológica es decididamente evolucionista aunque sigamos desconociendo detalles importantes de la secuencia evolutiva que llevó desde los homínidos al Homo sapiens sapiens, género y especie a las que creo pertenecer. Fue también entonces cuando comenzó a germinar en mí la idea de que si algo distingue al género humano de otros géneros de la escala zoológica es su capacidad de evolución en un tiempo (geológico) relativamente corto y que esa capacidad debía estar ligada a un hecho aparentemente simple: ser un animal inteligente progresivamente desadaptado. Lo que nos enseña la evolución social (ligada sin duda a la biológica) desde la más remota Prehistoria hasta la actualidad es que el Homo ha sido capaz de ir desadaptándose de su medio natural, la Madre Naturaleza, para intentar dominarla y crearse un entorno a su medida gracias a su inteligencia. No entro a valorar si eso es bueno o malo: simplemente constato lo que me parece un hecho evidente. ¿Qué sucedería si, de pronto, al levantarnos una mañana nos encontráramos sin energía eléctrica ni combustible para los vehículos ni agua potable ni alimentos en los anaqueles de los supermercados? Las íbamos a pasar canutas, pero quienes salvaran el pellejo pondrían en marcha recursos tecnológicos para sobrevivir, crecer y multiplicarse porque, de algún modo que ignoro, en algún rincón de nuestra herencia genética almacenamos recursos para superar las "crisis de adaptación".

Pero ¿qué sucederá si el Homo sapiens sapiens pierde su capacidad para reproducirse?

Algunos datos preocupantes que he ido entresacando de aquí y de allá:

1) En el cromosoma X (femenino) está escrita la posibilidad de que la mujer produzca durante su vida fértil más de un millón de óvulos. En la mujer neonata actual esa capacidad se ha reducido a unos 400.000 y a lo largo de su vida se reduce aún más.

2) Desde hace unos quince años se sabe que la cantidad de espermatozoides en el esperma del varón se ha reducido en un 50%. Pero, además, la calidad de esos bichitos ciliados y retozones deja mucho que desear incluso en la población juvenil.

3) Hace unos 300 millones de años el cromosoma Y (masculino) contenía unos 1.500 genes. Actualmente apenas son 50 los genes activos; el resto son inservibles, lo que hace que algunos genetistas lo hayan denominado "cromosoma vertedero" o "cromosoma basura".

4) En el Primer Mundo una de cada siete parejas es incapaz de concebir descendencia. La tasa de infertilidad se debe en un 40% a la mujer, otro 40% al hombre y el 20% restante a ambos. Esa situación ha puesto en marcha toda una "industria" de reproducción asistida, inseminación artificial, bebés-probeta, etc.

Los especialistas dicen que las causas podrían ser consecuencia de la polución, de un exceso de ingestión de estrógenos (hormona femenina, habitual componente, por ejemplo, de los conservantes alimentarios, cuyo efecto en los hombres es disminuir la capacidad para producir espermatozoides y en la mujer su exceso mengua la disposición para ovular), de la obesidad o la extrema delgadez, del sedentarismo, etc. Pero creo que el asunto no está nada claro.

Yo no sé si la Naturaleza es sabia. Pienso que es como es, y se auto-regula en función de las infinitas relaciones que se dan en el medio natural y de las que, en el fondo, el ser humano, por muy desadaptado que sea, no puede zafarse. En el último millón de años, sin que sepamos por qué y sin que nuestra especie pintara un pimiento, la Tierra ha vivido varios periodos glaciares cada vez más cercanos en el tiempo. ¿Estamos entrando en esa fase de calentamiento previa a una glaciación?

Pero, en el fondo, esa última pregunta es irrelevante dentro del tema raíz que me ha movido a escribir esta entrada. Lo inquietante es qué está pasando con nuestra especie. ¿Estamos al comienzo de una fase de recesión poblacional cuya solución es cada vez más dependiente de la manipulación genética? ¿Estamos abocados a sobrevivir como especie (en un futuro) gracias a sistemas de reproducción que hoy consideramos artificiales o éticamente criticables? ¿Se está abriendo el camino hacia una nueva especie de Homo?

Muchas preguntas para las que no tengo respuesta. Pero, en todo caso, me parecería una vida terriblemente aburrida la de esa nueva especie si se perdiera la capacidad para el orgasmo. Si, triste.


sábado, 18 de noviembre de 2006

La música rusa

Llevo unos días tristón. Un exceso de trabajo pero, sobre todo, una cuota de decepción demasiado alta. Creo que nunca me quedaré vacunado contra la decepción que me causan los comportamientos y reacciones negativas, incluso agresivas, de personas en las que había depositado cierto margen de confianza. Trato de verlo desde todos los ángulos, de comprenderles. Pero no consigo evitar sentirme decepcionado y preguntarme dónde están los fallos, en qué me he equivocado si es que ha sido mío el error.

Lo cierto es que desde hace unos días escucho cuando estoy en casa música rusa. Debió ser, al principio, una reacción subconsciente que luego ha seguido.

Al decir música rusa no me refiero a los grandes clásicos (Tchaikowsky, Glinka, Rimsky-Korsakow, Balakirev, Prokofieff, Shostakowitch y otros). Me refiero a la música popular, a esos cantos nacidos del pueblo con sus armonías sencillas y también a las corales litúrgicas, solemnes, de la religión ortodoxa, tan ancladas en las tonalidades de la música renacentista.

La música popular rusa es triste. Lo descubrí en innumerables noches bajo el cielo estrellado de la estepa siberiana, regadas con vodka casero, cuando inevitablemente del alma rusa aflora la faceta sentimental y canora. En comparación con nuestras canciones de melopea (El vino que tiene Asunción..., sin ir más lejos) sus cantos son musical y narrativamente tristes. De hecho, muchas de ellas forman una saga de "romances crueles" en los que lloran la opresión y el sufrimiento del mujik, del campesino, o los amores contrariados. Y las que no son tristes en sí mismas dejan un regusto de nostalgia. Los más de cincuenta años de dictadura soviética a ritmo de marcha militar y canción patriótica no han podido borrarlas de la memoria colectiva.

Algunas canciones rusas traspasaron el telón de acero y son bien conocidas en Occidente. Recordemos, por ejemplo, Ojos negros, Noches de Moscú, Katiusha o las diversas variantes del Swing de cosacos. Aunque en realidad ninguna de esas canciones forman parte del folklore, a pesar de su popularidad. Sólo Los remeros del Volga, conocida aquí a partir de un excelente arreglo de Glenn Miller y alguna más que no me viene ahora a la memoria serían música popular rusa. Por cierto, habría que separar de esa música tristona la de raíz kazak. Los cosacos son un pueblo alegre y bullanguero.

Tantos años conviviendo con los rusos en nuestras expediciones a Siberia han dejado mucho poso y un amplio repertorio de canciones populares. Agunas de ellas me las he podido traer en grabaciones discográficas rebuscando en los mercadillos del viejo Moscú, especialmente en Izmailova. Remato esta entrada con una bellísima canción que habla de la inmensidad de la estepa, de sus días luminosos y verdes cuando los hielos del invierno se funden y la primavera renace con todo su esplendor. Y de la insignificancia del ser humano en medio de esa llanura interminable.


viernes, 10 de noviembre de 2006

Los trabajos y los días

He titulado esta entrada Los trabajos y los días, como la inmortal alegoría poética de Hesíodo, no porque tenga nada especial que ver con ella salvo la vaguedad de los días y los trabajos que nos cuesta vivirlos. Bueno, en realidad habría algo más: cierta intención calendárica en el devenir de las cosas. Aunque eso es meramente incidental en el poema. Son mucho más interesantes sus profundas reflexiones sobre la realidad (triste realidad) de su tiempo (¿a qué me suena eso?), sobre la bondad del trabajo honrado frente a la corrupción, sobre la justicia, sobre unos dioses que deben ser menos caprichosos y cachondos que los de la Grecia heróica. Pero bueno, entrar a fondo en los Erga... requeriría más de una entrada y, sobre todo, una mayor capacidad para filosofar de la que yo tengo.

Mi motivación viene de la mano de las conmemoraciones: casi cada día del año tiene su patrono temático, y no me estoy refiriendo al santoral. Día de la Madre, del Padre, del Amor Fraterno, del Orgullo Gay, de la Paz, día sin humo (contra los fumadores, no contra la polución industrial), día sin tráfico rodado, Día Internacional de la Mujer, Día de Internet, Día de la Hispanidad, Día de la Mujer Trabajadora, Día de la Ciencia en la Calle, etc., etc. Estamos tan acostumbrados a celebrar algo casi cada día que nos vamos insensibilizando y, lo que es peor, acabamos por pensar que "ese tema" es cosa de un día. El amor materno o paterno es cosa de un día; pensar en la paz es cosa de "hoy" pero no de ayer ni de mañana y así sucesivamente.

El tema del día siguiente nos quita de la cabeza el del anterior sin apenas haberlo digerido. Me pregunto si no obedecerá todo a una maniobra maniquea preciamente para, por un lado, tranquilizar la conciencia colectiva oficializando que "ese" problema es tan importante que hasta se le dedica un día mundial o nacional, y por otro, aturdiéndonos con un ruidoso "¡chim-pom, chim-pom!" para que no pensemos demasiado en el asunto.

Silenciar la conciencia personal para que no piense es el peor de los atentados contra la humanidad.

(La ilustración musical es un andante que me produce sensación de paz. Espero que guste)


miércoles, 1 de noviembre de 2006

"Cum mortuis..."

Días de recuerdo a los muertos. Cuando se llega a cierta edad uno tiene más familiares directos muertos que entre los vivos. Es ley de vida. Por eso me parece tremendo que alguien necesite de un Día de Difuntos para recordarlos. Yo, al menos, no lo necesito. Quienes en vida fueron realmente importantes siguen ahí cada día como una presencia inefable que no precisa recordatorios.

El culto a los muertos es tan antiguo como la propia humanidad. Los vivos siempre hemos visto con estupor, miedo, esperanza y qué sé yo cuántas otras impresiones diversas ese tránsito a lo que de manera eufemística llamamos la otra vida. Y hemos imaginado de muchos modos distintos cómo debería ser esa otra vida. Y como los vivos sólo podemos pensar como tales, configuramos la otra vida con incontables rasgos antropomórficos: unos piensan que su cielo es un lugar donde discurren ríos de leche y las fuentes manan miel; otros piensan que en ese cielo disfrutarán de todo aquello que han carecido en vida; los de más allá esperan gozar de la presencia de la divinidad (¿qué significará "gozar" para un muerto o para un alma?); aquéllos esperan reencarnarse: al parecer piensan que no han tenido bastante con una vida.

Mientras tanto, en torno al Día de Difuntos se monta una gran parafernalia de feriantes y mercachifles que aprovechan de todos los modos posibles la sensiblería humana. Y lo digo desde el más profundo respeto a las creencias de cada cual. Pero al final todo se convierte en negocio. Si triste es la muerte, más triste aún es verla convertida en mercadería.

En la España profunda, la de mi niñez, el Día de Difuntos era jornada de recogimiento, de visitas necrolátricas, de lutos públicos, de flores. Hoy las cosas han cambiado mucho, sobre todo en la población joven. Pero he de confesar que una de las direcciones de ese cambio me resulta poco menos que hilarante: por si no fueran suficientes las viejas consejas de muertos aparecidos, tan del gusto mediterráneo (aunque no exclusivamente), ahora hemos importado junto a la Coca-Cola el Halloween norteamericano, en un curioso viaje de ida y vuelta pues, en sus orígenes, era una fiesta de los pueblos celtas del occidente europeo. Lo que originalmente fue un culto pagano, pero serio, para impedir la reencarnación, ahora es una fiesta en la que, en cierto modo, se hace burla de la muerte a través del manoseo de sus símbolos (calaveras, máscaras, huesos, etc.). Cuenta, además, con el cortejo de un sinfín de películas "de terror" en las que muertos y reencarnados (siempre malos malísimos) ponen en jaque y hacen mil perrerías sanguinolentas a los pobres mortales.

Hubo un tiempo en que era costumbre por estas fechas representar en los teatros el Don Juan Tenorio de Zorrilla. La moraleja de ese drama apasionado, romanticón hasta la médula, era la redención (cristiana) por el amor, de toda una vida crapulosa, la de Don Juan, ahíto de desflorar doncellas, asesinar contrincantes y otras tropelías. Los muertos vivientes (Doña Inés, El Comendador) parecen al espectador algo natural, imprescindible para reconducir la voluntad del malvado. El ser humano es por naturaleza incrédulo de lo preternatural, necesita del milagro para convencerse. Ese es el papel de los muertos en el Tenorio, muy distinto del de los del Halloween a la americana.

La liturgia de los muertos en el catolicismo es de una grandiosidad sobrecogedora. Los textos latinos que forman el Requiem son, a mi modo de ver, de una inspiración sublime. No extraña, pues, que casi todos los grandes músicos hayan encontrado en esas letras tan dramáticas la motivación para componer misas de una fuerza y musicalidad increíbles. De entre todos ellos escojo hoy a W.A. Mozart para amenizar esta entrada: el primer canto de la Sequentia, el Dies irae de su Requiem, K. 626.