domingo, 7 de junio de 2009

La guerra contra los fumadores

Al año se le acaban los días libres para celebrar efemérides. El pasado día 31 de mayo fue el Día Mundial Sin Tabaco. Yo, que soy un fumador vocacional impenitente, no me enteré hasta el día siguiente por una breve noticia dada por la televisión en un noticiario de la mañana mientras saboreaba un café con leche y ese primer cigarrillo del día en el bar donde suelo desayunar a diario antes de marchar al trabajo.

En Madrid hubo manifestación convocada por el Partido de los No-Fumadores (¿?) en la Plaza de España bajo el lema “En defensa del fumador pasivo”. No sé cuántos partidarios asistirían al acto; no parecían muchos, por las brevísimas imágenes que dio la televisión. Pero algún participante joven era realmente agresivo y provocador: la cámara le siguió unos segundos mientras acosaba despiadadamente a un señor mayor que hasta entonces paseaba tranquilamente fumando un cigarrillo.

Hace unos años se promulgó una Ley Antitabaco que no me gustó un pelo, como tampoco me gusta pagar los impuestos que me imponen las leyes tributarias correspondientes. Pero soy cumplidor, acato las leyes y trato de cumplirlas. Tuve que eliminar de mi lista de restaurantes habituales unos cuantos que lucen desde entonces en la puerta el cartel de “prohibido fumar en el interior”. Y bien que lo sentí porque son restaurantes con excelentes caldos y viandas. Porque una buena comida, si no va rematada con un par de cigarrillos tras los postres, ya no es tan buena para mi gusto. Tampoco fumo en locales públicos cerrados ni en los privados de no fumadores. Pero hay restaurantes y cafeterías que, por sus reducidas dimensiones pueden acogerse a excepciones de la ley y permitir que se fume legalmente en su interior. Y ahí está el conflicto, según el PNF, porque los no fumadores se convierten en fumadores pasivos y protestan y exigen que se endurezca la ley.

¡Ay, que me da la risa!...

La guerra abierta en pro y en contra del tabaco es tan antigua como su traída a España desde América: mientras doctos catedrático de medicina escribían documentados tratados sobre las bondades del tabaco, la Iglesia prohibía fumar bajo pena nada menos que de excomunión a los sevillanos en 1642, y en 1696 el Sínodo de Tortosa prohibió el consumo de tabaco a los sacerdotes y miembros de la Iglesia, es decir a todo el orbe católico. Luego, en 1725, el Papa Benedicto XIII levantó las sanciones de sus antecesores y debieron formarse largas colas ante las puertas del cielo con todos los ex-excomulgados ahora redimidos de un plumazo. Porque para entonces fumar o tomar rapé se había convertido en un hábito social distinguido, y en el caso español, el monopolio de tabacos (lo que ahora es la Tabacalera ESA, pero que sus orígenes se remontan nada menos que a 1634) rendía pingües beneficios a las arcas reales.

Pero, acercándonos a nuestros tiempos, durante casi todo el siglo XX estuvo bien visto el hábito social del tabaco. Hacia finales de siglo, sin embargo, la cosa comenzó a cambiar: por una parte, los gastos médicos por enfermedades presuntamente provocadas por el tabaquismo comenzaban a equilibrar, cuando no a superar, lo recaudado con los impuestos sobre el tabaco; por otra, pero dándose la mano ambas, la medicina oficial comenzaba lanzar diatribas por los efectos nocivos de su consumo. Tanto los fumadores empedernidos como los fumadores pasivos ahora corren el grave riesgo de morir como chinches por culpa del tabaco.

De algo hay que morirse, que no va uno a durar eternamente. Dejando aparte la dudosa veracidad de los anatemas médicos (la Medicina es una de las Ciencias menos exactas que existe, de ahí que los antiguos la llamaran Arte, que no Ciencia), y como una constante contestación a sus catastróficas predicciones, lo cierto es que la esperanza de vida en los países desarrollados es cada vez mayor a pesar del tabaco, del estrés, de los humos del escape de los coches, de las industrias contaminantes, del “fast-food” y un largo etcétera.

A los fumadores pasivos más hipocondríacos les recordaría que vivimos inmersos en un mundo de radiaciones electromagnéticas cuyos efectos sobre los seres vivos nadie tiene interés en valorar por el momento. Muchos hasta llevamos nuestra propia regadera electromagnética en el bolsillo en forma de teléfono móvil, a veces cerca del corazón (órgano) y más a menudo a unos pocos milímetros del cerebro.

(Hoy estoy particularmente contento: a Trako le han concedido la beca que tanto desea)