Hace un día espléndido de primavera. Sentado bajo la higuera estoy
viendo cómo los botones de la ramas anticipan la salida de los nuevos
pámpanos que me darán su sombra en verano. Es Viernes Santo y la suave
brisa trae aroma de azahar de los floridos naranjales del entorno.

Con mucho esfuerzo, mis padres compraron un parcelita en el campo, entre montañas, y poco a poco construyeron una casita. Allí pasábamos los fines de semana, los veranos y, cuando mi padre se jubiló (yo ya estaba emancipado), mis padres vivían allí la mayor parte del año hasta que los achaques de la vejez lo hicieron inviable.
Recuerdo que era el 1 de Mayo, día festivo, y yo había ido a ver a mis padres. Mi padre estaba delicado de salud. Pensé que sería bueno que fuéramos a pasar la tarde a la casita y allá que nos fuimos. En un momento dado, mi padre me pidió que le ayudara a subir a la azotea de la casa y así lo hice. Allí estuvo lago rato, disfrutando del paisaje.
Al atardecer regresamos al pueblo. No habría pasado una hora cuando mi padre sufrió un infarto cerebral que le dejó hemipléjico. Tras un mes de hospitalización cayó en coma fatal. Me gusta pensar que aquella tarde presintió el final y quiso llenarse con las imágenes de aquel paisaje tan querido para que le acompañaran en su última andadura. De esto hace casi treinta años...