
El vuelo desde Madrid transcurrió con puntualidad teutónica, así que a la hora prevista, en la salida de aduanas de Düsseldorf, me estaban esperando Martina y Andreas. Abrazos y besos de viejas amistades largamente deseados. Media hora de automóvil y, al final, Bochum.
Bochum es una ciudad relativamente pequeña (unos 70.000 habitantes), moderna, de edificios de poca altura con grandes ventanales para aprovechar la insolación, con una arquitectura funcional con fuerte impronta de Alvar Aalto y la Bauhaus, sin desdeñar diseños más actuales. Es una ciudad nueva: fue completamente arrasada por las bombas aliadas durante la Segunda Gran Guerra y reconstruida a partir de los años 50 del siglo pasado. En pleno centro de la cuenca industrial del Rhur, fue objetivo militar imperativo por su total vinculación a la minería del carbón y a las acererías Krupp. De hecho, el símbolo de la ciudad es la enorme torre de un malacate (sistema de ascensores) de una mina, instalada en el Deutsches Bergbau-Museum (DBM, Museo Nacional de la Minería).
Según las viejas crónicas, Bochum fue fundada por Carlomagno como un modesto poblado minero. Y a esa actividad se ha dedicado hasta prácticamente nuestros días, aunque el eje capitalino que ostentó en el siglo XIX se haya desviado hacia Essen tras la crisis del carbón de los últimos años. Incendios y guerras dejaron la ciudad sin edificios históricos: apenas un par de casas o tres del siglo XVIII y nada más. Los edificios religiosos, de estilos neorrománico y neogótico a los que tan adictos son los alemanes, se han levantado recientemente. Y hablando de crisis, me comenta Andreas que la ciudad vive ahora una profunda depresión económica por el endeudamiento derivado de la unificación de las dos Alemanias, al que se suma el paro en las minas.

Pero, con todo, es una ciudad viva, de gente callejera que puebla de manera abigarrada las terrazas de las cafeterías y, sobre todo, los
biergarten (cervecerías al aire libre) donde uno puede degustar cualquiera de los cientos de marcas de excelente cerveza alemana mientras en la tertulia vamos desgranando los recuerdos de tantos años de amistad vividos.

Con Martina he paseado por la Bochum profunda: una zona de moda para alterne denominada
Bermuda 3 Eck, algo así como “Triángulo de las Bermudas”. Es una zona de terrazas y garitos que subsume y engulle a todos los alcoholófilos y sexodependientes de muchos kilómetros a la redonda, sumándose a la ya vieja y no demasiado atractiva “Red Zone”. El reclamo publicitario es: “Como Ámsterdam pero en Alemania”. No me ha gustado el ambiente. Y la comparación con Ámsterdam resulta muy pobre, no sólo por la diferencia de paisajes ciudadanos.
Yo sabía de la afición germana a las borracheras de fin de semana. Pero antes solían ser en plan privado, domésticas y entre personas de una cierta edad. Ahora, como en todas partes, la juventud se ha incorporado a la comitiva. Es como el “botellón” español pero con ciertos particularismos. Según me decían mis sobrinos cuando estaban en la edad, el “botellón” en España es un ritual comunitario en el que los jóvenes aportan cada cual una cantidad de dinero y con el capital reunido compran bebidas alcohólicas para trasegarlas en la calle. Aquí los miembros de la pandilla llevan cada cual sus suministros particulares para consumo propio. Ocupan parques y jardines y allí dan rienda suelta a sus ruidosas juergas. Pero sólo los viernes por la noche. Los sábados y los domingos por la noche, Bochum es una ciudad casi muerta, excepción hecha del mencionado “triángulo”.
Me ha causado cierta pena ver muchachos quinceañeros (apenas hay chicas en las pandillas) entregándose a la bebida como única salida a un fin de semana de asueto, anticipando a destiempo una actitud de adultos que tampoco en éstos me parece demasiado justificable. Supongo que es el signo de unos tiempos marcados por rumbos imprecisos, vacilantes y modelos copiados de ficciones peliculeras y de “famosillos” de revista del corazón.
Martina es una excelente cocinera. Aun con eso, hemos salido a cenar casi todas las noches. La horrible dieta de la Alemania nórdica (así la recordaré siempre), está actualmente notablemente mejorada por los numerosos restaurantes de cocina mediterránea. Recuerdo mientras escribo, con especial regustillo, un restaurante griego regentado por un nativo de Lavrion, parlanchín, enamorado de los atardeceres en Cabo Sounion (¿y quién no, que haya estado allí cuando el sol toca la línea del mar en el horizonte?). El nombre del establecimiento es Sorbas. Allí degustamos unas
dolmas suavísimas al paladar aderezadas con yoghourt griego ligeramente ácido, un excelente pulpo a la brasa y unas gambas a la plancha, todo ello regado con áspero vino
retsina rebajado con agua, como decían los escritores clásicos que debían hacerse las libaciones. O un pulquérrimo libanés, Ararat de nombre, con sus finos purés de garbanzos y berenjenas bien especiados, su cordero al vapor con guarnición de arroz, pasas y almendras laminadas, y un postre de helado con agua de azahar...
Gracias, Martina, por compartir conmigo una semana de tu tiempo y por haberme hecho rejuvenecer unos cuantos años al contacto con tu fogosa juventud.