“Ja venim de berenar,
hem jugat a la tarara,
‘mos’ hem begut tot lo vi
i hem trencat la catalana”
Hacía más de cincuenta años que no pasaba los días de la Pascua Florida en mi tierra y he de reconocer que todo me ha resultado extraño por insulso. En mis mocedades esperábamos los tres días de Pascua con ilusión y emoción contenida. Días antes, desde el Domingo de Ramos, se iban perfilando las cuadrillas para las meriendas procurando quedar emparejados aunque sólo fuera provisionalmente. Los días de luto obligado de la Semana Santa dejaban paso a la alegría del Sábado de Gloria, y a las 10 en punto el campanero lanzaba las campanas a rebato anunciando la Resurrección, la chiquillería recorríamos las calles del pueblo atronando con los cohetes y de las casas salían las madres con la “post” sobre la cabeza en dirección al horno para hornear las monas de Pascua.
El Primer Día de Pascua (actual Domingo de Resurrección) por la tarde el pueblo se quedaba desierto: todos estábamos en las eras y atarazanas de los alrededores provistos de un “saquet” (los chicos) y un capazo de palma decorado con vivos colores (las chicas). Entre las viandas no podía faltar una lechuga y unas cebolletas, un envoltorio de papel de estraza con sal y una botellita de aceite de oliva, ni las longanizas pascueras largamente oreadas colgando en la cocina desde al menos quince días antes. Ni, desde luego, la mona, el “panou”, esa oronda delicia de masa dulzona coronada por un huevo duro y adornada con clara de huevo montada.
Al atardecer, después de merendar y bailar infatigablemente todo el repertorio de canciones de corro, volvíamos al pueblo y las casas se iban tragando a sus habitantes buscando el ansiado reposo para poder continuar la fiesta los tres días preceptivos.
Hoy las eras y atarazanas son polígonos industriales, y cada vez quedamos menos nostálgicos de aquellos tiempos. Mis sobrinos pequeños me miraban con extrañeza mientras les contaba estas cosas, fastidiados por tener que desatender esas extrañas maquinitas con pantalla a las que están pegados constantemente.
Y he venido solo a sentarme bajo la higuera y comerme mi mona de Pascua y a rumiar que hay vivencias que no se pueden compartir… Ni falta que hace, añado.